Los brazos son una necesidad del bebé, como comer o dormir

Las mamás oyen con frecuencia que no deben alzar por mucho tiempo a sus hijos porque se acostumbran. En realidad, ellos necesitan el contacto y la protección de su madre.

Por Natalia Roldán Rueda

29 de marzo de 2019

Pixabay

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En Colombia, las mujeres que se convierten en madres llevan una frase incrustada en la cabeza: “No lo alce tanto porque se acostumbra a los brazos y después qué va a hacer”. Uno no sabe si la oyó de una abuela, de una suegra, de una tía o de una amiga, pero alguien se lo dijo alguna vez. El problema es que, durante los primeros meses de vida de un bebé, es muy probable que solo los brazos calmen su llanto o que solo en los brazos logre dormir. Yo, por ejemplo, esperaba con paciencia a que quedara profundo conmigo y, apenas intentaba ponerlo en la cuna, se despertaba de inmediato.  

Los niños buscan los brazos porque los necesitan, como comer o dormir. “Los humanos somos una especie altricial, es decir que cuando nacemos no nos valemos por nosotros mismos, sino que necesitamos del cuidado de otro, en general, de la madre –escribe la psicóloga Rosa M. Jové en Dormir sin lágrimas–. Por eso los niños lloran si se sienten solos, por ello la mayoría de las madres llevan a sus bebés encima, en brazos o atados a su cuerpo”. Somos animales que necesitan ser protegidos. Puede que ya no vivamos en la selva, expuestos a depredadores, pero un bebé que no puede defenderse, movilizarse o ver bien es igual de vulnerable en una ciudad.

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John Bowly, un psiquiatra infantil inglés, describe en El vínculo afectivo la experiencia de otro investigador, Bolwig, que decidió criar en su casa una cría huérfana de mono patas y hacer de madre sustituta.  “Bolwig describe la intensidad del apego manifestado por su monito patas cada vez que, por ejemplo, lo encerraban en una jaula: ‘Cada vez que lo intenté se producía un retardo en el desarrollo del mono. Aumentaba su apego hacia mí y se volvía más travieso y más difícil de manejar’. El castigo y la separación dan tan mal resultado en el mono como en el niño.

De acuerdo con un texto del Instituto Europeo de Salud Mental Perinatal, en la segunda década de siglo XX, casi el cien por ciento de los lactantes que vivían en orfanatos en Estados Unidos morían durante su primer año de vida debido a una afección conocida como marasmo.

Por esos días, se seguían los protocolos establecidos por el profesor de pediatría Luther Emmett Holt sénior, quien publicó un folleto para la alimentación de los niños en el que recomendaba abolir la cuna-mecedora, no tomar en brazos al bebé cuando lloraba, alimentarlo a horas determinadas, no mimarlo con demasiado contacto físico y, aunque la lactancia materna era el régimen ideal, no descartaba el biberón.

En Alemania, por el contrario, seguían otro camino, que el doctor Fritz Talbot, de Boston, decidió importar a su país. “Durante su estancia en Alemania, el doctor Talbot visitó la clínica infantil de Dusseldorf –escribe Ashley Montagú en el libro El tacto. La importancia de la piel en las relaciones humanas–. Allí, el doctor Arthur Schlossmann, el director del centro, le mostró los pabellones. Estos estaban pulcros y ordenados, pero lo que despertó la curiosidad del doctor Talbot fue una anciana obesa que llevaba un bebé diminuto en la cadera. ‘¿Quién es?’, preguntó el doctor Talbot, y el doctor Schlossmann replicó: ‘Es la Vieja Anna. Cuando hemos hecho todo lo médicamente posible por un bebé y sigue sin mejorar, recurrimos a la Vieja Anna, que nunca falla’. Empezaban a entender la importancia de los brazos, la cercanía y la protección para un recién nacido.

Años más tarde, cuando se llevaron a cabo estudios para hallar la causa del marasmo, se descubrió que era especialmente frecuente en niños de las familias más privilegiadas, que supuestamente recibían la mejor atención médica. Al realizar esas investigaciones, fue evidente que los bebés de los hogares más pobres, solían superar las desventajas físicas a pesar de las escasas condiciones higiénicas. La diferencia entre estos dos tipos de hogar: el cariño que les daban las madres a los bebés.

“El doctor J. Brenne-mann estableció en su hospital la regla de que debía cogerse a los bebés en brazos, pasear con ellos y ofrecerles cuidados maternales varias veces al día –escribió Montagú–. En el Hospital Bellevue de Nueva York, donde se instituyeron estos cuidados maternos en los pabellones pediátricos, las tasas de mortalidad de los lactantes menores de 1 año pasaron del 30-35 % a menos del 10 % en 1938. Se descubrió que, para prosperar, el niño necesitaba que lo tomasen en brazos, lo pasearan, lo acariciaran, abrazaran y arrullaran, incluso aunque no se le amamantase”.

El contacto con los padres genera una sensación de seguridad que permite el correcto desarrollo y maduración de un bebé, para que, con el paso del tiempo, llegue a ser seguro, independiente y autónomo. Cuando nos alejamos de un niño y llora, no lo hace para manipularnos y obligarnos a satisfacer sus antojos, lo hace porque nos necesita. “A medida que crezca, su hijo irá aprendiendo a distinguir en qué casos la separación conlleva un peligro real y en qué casos no tiene importancia –explica el pediatra Carlos González en Bésame mucho–. Podrá quedarse tranquilamente en casa mientras usted va a comprar, pero romperá en llorar si se encuentra perdido en el supermercado y cree que usted ha vuelto a casa sin él”.  

Por Natalia Roldán Rueda

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