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Ponerle impuestos al vino ha sido una práctica estatal desde la antigüedad.
Hoy, mientras continúa la actual discusión entre el gobierno de Iván Duque y los importadores colombianos acerca de la desproporcionada fórmula de imponerle al vino un tributo adicional por concepto de su venta al público, quiero traer a colación el excelente ensayo de la historiadora inglesa Helen Bettinson, publicado en el diccionario enciclopédico Oxford Companion to Wine.
Dicho documento revela la voracidad de los Estados contra una de las piedras fundacionales de la cultura occidental. Y es voraz la fórmula porque, en la mayoría de los casos, se aplicará sobre un precio ficticio derivado de los costos de comercialización de los canales de venta y no sobre el valor intrínseco del líquido, inferior, en muchas instancias, al tributo que se le quiere aplicar.
¿Cómo establecer un gravamen justo cuando un restaurante de lujo factura por la misma botella un precio muy distinto al cobrado por un pequeño comedero o por una tienda especializada? Vaya galimatías. Pura gasolina para reavivar el contrabando.
Si la meta del Gobierno es generarles ingresos a las regiones, el actual esquema tributario ha causado notables caídas en el consumo, cierre de medio centenar de empresas y caída de los impuestos proyectados. Debo empezar por advertir que las tributaciones aplicadas desde la antigüedad han estado dirigidas a toda la cadena: desde el cultivo y la producción hasta la comercialización y la exportación. No importa si estamos hablando de alcohol. El único objetivo es generar ingresos.
Nada más. Así se hizo en Mesopotamia, Egipto y Grecia, y luego en Roma, donde se gravaron, además de personas, tierras, ganado, inmuebles, aceites de oliva, aceitunas, pescados, vinos y cervezas, y otra infinidad de productos. Sin ir más lejos, los impuestos al vino aportaban el más alto porcentaje de ingresos fiscales en la Roma imperial.
En el Medioevo, los monarcas también encontraron en el vino un irresistible embrujo. Bettinson revela que, durante la ocupación inglesa en el occidente de Francia, el rey Enrique II, casado con la adinerada francesa Leonor de Aquitania, decretó altos impuestos a todos los vinos exportados por Burdeos.
Y no contento con ello, cobraba aranceles a esos mismos vinos cuando ingresaban al mercado londinense. Dicha cadena impositiva le generó más ingresos que todos los demás impuestos cobrados en Inglaterra en esos días.
Y por cuenta de los impuestos al vino se financiaron sangrientos conflictos: la Guerra de los Cien Años, la Guerra Civil inglesa y las Guerras Napoleónicas.
Otro giro curioso fue el fortalecimiento del Oporto portugués en Inglaterra, debido a que los lusitanos pagaban menos tributos que los vinos importados de Francia.
Bettinson ha establecido, más allá de toda duda, que una de las mechas de la Revolución Francesa, en 1789, fue la enorme carga impositiva aplicada por la monarquía a los vinos. Una simple botella era sometida a quince o más tributos.
Pero como muchos impuestos tienen sus excepciones, se dejaba por fuera de la norma a reyes, cortesanos, nobles y religiosos.
En el actual entorno global, los únicos negocios exentos son los duty free.
¿Podrán Duque y sus chicos limpiar el matorral y volver a gravar los vinos en el momento de ingresar al país, sin más arandelas? Las nóminas del DANE y la DIAN se han multiplicado para establecer y luego vigilar la aplicación de la ley en un mercado de más de treinta millones de botellas de vino importado, según Euromonitor.